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Fuente: Osasuna.es


Pocas son las veces que tengo la oportunidad de bajar a El Sadar. Por desgracia no soy socio y eso limita totalmente. Sin embargo, cada vez que puedo hacerlo cumplo el mismo ritual, un ritual que compartimos buena parte de la afición. El día de partido los nervios aparecen con el amanecer, van de la mano cual parejita en la flor de su romance. Esos nervios que se te agarran a la boca del estómago, que no te dejan parar quieto ni medio segundo. Cuando parece que se calman un poco, que te pones a pensar en otra cosa, inconscientemente empiezas a tararear aquello de “el orgullo de Iruña nunca se puede acabar…”, “dicen que estamos locos de la cabeza…” o “pasan los años, pasan los jugadores…” No hay manera de pararlo, ni siquiera cuando te mandan a paseo para que te vayas con la murga a otra parte.

Cuando llega la hora de prepararse, el dilema es qué camiseta rojilla ponerse. En esos momentos da igual todo lo que pasa en el mundo, cualquier drama es menor. No está mal que, al menos una vez cada 15 días, cualquiera pueda limpiar la cabeza de los males cotidianos y centrar sus preocupaciones en nimiedades como esta. Cuando te decides, sólo queda preparar el bocata si el horario del partido lo requiere y partir hacia el templo rojillo. Ese camino enfilando la calle Sadar desde el aparcamiento de las instalaciones deportivas de la UPNA es casi una peregrinación. Es como hacerlo en estado de trance, sólo eres capaz de escuchar zumbidos, no importa que te hablen porque en tu cabeza nada tiene sentido. La vista queda fijada en un punto en la lejanía, en una grada que sobresale por encima del resto, en el estadio.

Una vez pasado el pabellón Navarra Arena, los sentidos se vuelven a activar. Las voces vuelven a cobrar sentido, las imágenes son algo más que borrones difusos en torno a ese mágico lugar en el que pronto rodará el balón, los aromas a cerveza y patxarán entran por tus fosas nasales e inundan tu cerebro, evocando la más mítica de las juergas que hayas podido correr en tu vida. Sabes que necesitas uno de esos para calmar los nervios y dejar de parecer un guiñapo con cara de bobo, absorbido por semejante ambiente. Te lanzas, sediento, a por una bebida y comienzas la tertulia, te conviertes en un experto entrenador, director deportivo y catedrático de historia rojilla. Tus lecciones sirven para curar la estulticia de los demás, te sientes poderoso, nadie te puede soplar. ¡Qué sensación tan maravillosa!

De repente, casi sin darte cuenta, es el momento de entrar al estadio. Pasar por los tornos, subir las escaleras y andar de costado entre las butacas es otro momento de trance, imposible concentrarse en otra cuestión. Y, entonces, llegan los 90 minutos de partido. Da tiempo a todo: a enfadarse, a alegrarse, a reír, a gritar como un cosaco. Pero, sobre todo, a cantar y animar. El resultado es casi lo de menos, porque ese rato ha sido incomparable. Vuelves a casa con la garganta rota, las manos más rojas que la camiseta y tan agotado como cualquiera de los jugadores, o más. Ahí es cuando en casa te miran con esa cara que mezcla pena e incomprensión, una mirada que viene a decir algo así como “qué lástima de chaval…”

Cuando, después de vivir todo esto, entras en un estado de éxtasis total, la cuestión que me ronda la cabeza es qué sentirán las personas que no pueden experimentarlo en sus carnes por ser de un equipo de la otra punta del país. O del mundo, vaya usted a saber. Entiendo que se limitarán a gritar en sus casas frente a la pantalla de televisión, como hacemos los no socios o la mayoría en los partidos a domicilio. Pero, vamos a reconocerlo, no es lo mismo.

Puedo llegar a comprender que, cuando existen ciertos lazos de unión con un club, el sentimiento aflore. Pongamos que, una persona de familia navarra que haya nacido y vivido en otro lugar, pueda tener ese sentimiento rojillo gracias a sus padres, abuelos o tíos. Lo que no me entra en la cabeza es lo de ser forofo merengue o culé sin tener lazo alguno con aquellas ciudades. Y hablo de Madrid y Barça porque, en estos casos, son los monopolizadores casi en su totalidad. Si bien es cierto que, gracias a las Redes Sociales, se han dado a conocer casos de rojillos por el mundo sin conexiones con Navarra, son una minoría sorprendente. Son como los irreductibles galos que resisten en su pequeña aldea al invasor.

Como reza el cántico, ser de los que ganan es muy fácil, debe resultar muy sencillo caer en las garras de los equipos que copan títulos, portadas, telediarios y tertulias completas. Esos equipos me recuerdan a la heroína en los años 80: adictivos, nocivos, y están en todas partes. La gente se queja de ellos pero los consumen sin parar. Unos de manera pasiva, otros habitualmente y en exclusividad, y un tercer grupo los mezcla con otras drogas. Estos son quienes los tienen como segundo equipo, otra cosa que me parece una aberración. Una vez leí que querer a dos equipos es como querer a tu padre y tu madre por igual. Yo creo que la relación con un equipo es más como un matrimonio, la poligamia está prohibida.

A todas aquellas personas que prefieren ser de un equipo ganador antes que apoyar al equipo de su tierra: el fútbol es algo más que títulos, fama, gomina y gafas de sol caras. El fútbol es sentimiento, hermandad, deportividad y ganas de pasarlo bien animando a los tuyos. El fútbol de élite está bien para un rato, para disfrutar de un buen espectáculo e impresionantes estadios, pero el fútbol de verdad, el emocionante y competitivo, está más abajo. Donde el dinero no desequilibre una competición, donde no te miren por encima del hombro, donde no te pregunten cuánto cobras, donde no te menosprecien por no vestir de blanco o de azulgrana, ahí está el fútbol. A todas aquellas personas: aprovechad el puente que podáis para gastar un pastón en un viaje, una estancia y una entrada de gallinero para ver a vuestro equipo, cual japonés cámara en mano en el Bernabéu. Y cuidado que las pipas no os dejen la lengua cual alpargata.


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